miércoles, 28 de octubre de 2009

El túmulo


¿No ves, mi amor, entre el monte
y aquella sonora fuente,
un solitario sepulcro
sombreado de cipreses?

¿Y no ves que en torno vuelan,
desarmados y dolientes,
mil amorcitos, guiados
por el hijo de Citeres?

Pues en paz allí cerradas
descansan ya para siempre
las silenciosas cenizas
de dos que se amaron fieles.

Éramos niños nosotros
cuando Palemón y Asterie
llenaron estas comarcas
de sus cariños ardientes.

No hay olmo que, en su corteza,
pruebas de su amor no muestre;
Palemón, los unos dicen,
los otros claman Asterie.

Sus amorosas canciones
todo zagal las aprende;
no hay valle do no se canten,
ni monte do no resuenen.

Llegó su vejez, y hallolos
en paz, y amándose siempre;
y amáronse, y expiraron;
pero su amor permanece.

¿Te acuerdas, Filis, que un día,
simplecillos e inocentes,
los oímos requebrarse
detrás de aquellos laureles?

¡Cuántas caricias manaban
sus labios! ¡Cuántos placeres!
¡Cuánta eternidad de amores
juraba su pecho ardiente!

Al verlos, ¿te acuerdas, Filis,
oh, tan preciosas niñeces
volaron, que me dijiste,
deshojando unos claveles:

yo quiero amar; en creciendo,
serás Palemón, yo Asterie,
y juraremos, cual ellos,
amarnos hasta la muerte?

Mi Filis, mi bien, ¿qué esperas?
El tiempo de amar es éste;
los días rápidos huyen,
y la juventud no vuelve.

No tardes; ven al sepulcro
donde los pastores duermen
y, a su ejemplo, en él juremos
amarnos eternamente.


Nicasio Álvarez de Cienfuegos (1764-1809)

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