Fabio, las esperanzas
cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más astuto nacen
canas.
El que no las limare o las
rompiere,
ni el nombre de varón ha
merecido,
ni subir al honor que
pretendiere.
El ánimo plebeyo y abatido
elija, en sus intentos
temeroso,
primero estar suspenso que
caído;
que el corazón entero y
generoso
al caso adverso inclinará la
frente
antes que la rodilla al
poderoso.
Más triunfos, más coronas dio
al prudente
que supo retirarse, la
fortuna,
que al que esperó obstinada y
locamente.
Esta invasión terrible e
importuna
de contrarios sucesos nos
espera
desde el primer sollozo de la
cuna.
Dejémosla pasar como a la
fiera
corriente del gran Betis
cuando airado
dilata hasta los montes su
ribera.
Aquel entre los héroes es
contado,
que el premio mereció, no
quien le alcanza
por vanas consecuencias del
estado.
Peculio propio es ya de la
privanza
cuanto de Astrea fue, cuando
regía
con su temida espada y su
balanza.
El oro, la maldad, la tiranía
del inicuo procede y pasa al
bueno.
¿Qué espera la virtud o qué
confía?
Ven y reposa en el materno
seno
de la antigua Romuela, cuyo
clima
te será más humano y más
sereno.
Adonde por lo menos, cuando
oprima
nuestro cuerpo la tierra,
dirá alguno:
«Blanda le sea», al
derramarla encima;
donde no dejarás la mesa
ayuno
cuando te falte en ella el
pese raro
o cuando su pavón nos niegue
Juno.
Busca, pues el sosiego dulce
y caro,
como en la oscura noche del
Egeo
busca el piloto el eminente
faro;
que si acortas y ciñes tu
deseo
dirás: «Lo que desprecio he
conseguido,
que la opinión vulgar es
devaneo».
Más precia el ruiseñor su
pobre nido
de pluma y leves pajas, más
sus quejas
en el bosque repuesto y
escondido,
que agradar lisonjero las
orejas
de algún príncipe insigne,
aprisionado
en el metal de las doradas
rejas.
Triste de aquel que vive
destinado
a esa antigua colonia de los
vicios,
augur de los semblantes del
privado.
Cese el ansia y la sed de los
oficios,
que acepta el don y burla del
intento
el ídolo a quien haces
sacrificios.
Iguala con la vida el
pensamiento,
y no le pasarás de hoy a
mañana,
ni quizá de un momento a otro
momento.
Casi no tienes ni una sombra
vana
de nuestra antigua Itálica,
¿y esperas?
¡Oh error perpetuo de la
suerte humana!
Las enseñas grecianas, las
banderas
del senado y romana monarquía
murieron, y pasaron sus
carreras.
¿Qué es nuestra vida más que
breve día
do apenas sale el sol cuando
se pierde
en las tinieblas de la noche
fría?
¿Qué más que el heno, a la
mañana verde,
seco a la tarde? ¡Oh ciego
desvarío!
¿Será que de este sueño se
recuerde?
¿Será que pueda ver que me
desvío
de la vida viviendo, y que
está unida
la cauta muerte al simple
vivir mío?
Como los ríos, que en veloz
corrida
se llevan a la mar, tal soy
llevado
al último suspiro de mi vida.
De la pasada edad, ¿qué me ha
quedado?
¿O qué tengo yo, a dicha, en
la que espero
sin ninguna noticia de mi
hado?
¡Oh, si acabase, viendo cómo
muero,
de aprender a morir antes que
llegue
aquel forzoso término
postrero:
antes que apuesta mies inútil
siegue
de la severa muerte dura
mano,
y a la común materia se la
entregue!
Pasáronse las flores del
verano,
el otoño pasó con sus
racimos,
pasó el invierno con sus
nieves cano;
las hojas que en las altas
selvas vimos
cayeron, ¡y nosotros a porfía
en nuestro engaño inmóviles
vivimos!
Temamos al Señor, que nos
envía
las espigas del año y la
hartura
y la temprana pluvial y la
tardía.
No imitemos la tierra siempre
dura
a la aguas del cielo y al
arado,
ni la vid cuyo fruto no
madura.
¿Piensas acaso tú que fue
criado
el varón para rayo de la
guerra,
para surcar el piélago
salado,
para medir el orbe de la
tierra
y el cerco donde el sol
siempre camina?
¡Oh, quien así lo entendiese
cuánto yerra!
Esta nuestra porción, alta y
divina,
a mayores acciones es llamada
y en más nobles objetos se
termina.
Así, aquella que al hombre
sólo es dada,
sacra razón y pura, me
despierta,
de esplendor y de rayos
coronada;
y en la fría región dura y
desierta
de apueste pecho enciende
nueva llama,
y la luz vuelve a arder, que
estaba muerta.
Quiero, Fabio, seguir a quien
me llama
y callado pasar entre la
gente,
que no afecto los nombres ni
la fama.
El soberbio tirano del
Oriente,
que maciza las torres de cien
codos
del cándido metal puro y
luciente,
apenas puede ya comprar los
modos
del pecar; la virtud es más
barata,
ella consigo misma ruega a
todos.
¡Pobre de aquel que corre y
se dilata
por cuantos son los climas y
los mares,
perseguidor del oro y de la
plata!
Un ángulo me basta entre mis
lares,
un libro y un amigo, un sueño
breve,
que no perturben deudas ni
pesares.
Esto tan solamente es cuanto
debe
naturaleza al simple y al
discreto,
y algún manjar común, honesto
y leve.
No, porque así te escribo,
hagas concejo
que pongo la virtud en
ejercicio;
que aun esto fue difícil a
Epíteto.
Basta al que empieza
aborrecer el vicio
y el ánimo enseñar a ser
modesto;
después le será el cielo más
propicio.
Despreciar el deleite no es
supuesto
de sólida virtud, que aun el
vicioso
en sí propio le nota de
molesto.
Mas no podrás negarme cuán
forzoso
este camino sea al alto
asiento,
morada de la paz y del
reposo.
No sazona la fruta en un
momento
aquella inteligencia que
mensura
la duración de todo su
talento.
Flor la vimos primero hermosa
y pura,
luego materia acerba y
desabrida,
y perfecta después, dulce y
madura.
Tal la humana prudencia es
bien que mida
y dispense y comparta las
acciones
que han de ser compañeras de
la vida.
No quiera Dios que siga los
varones
que moran nuestras plazas,
macilentos,
de la virtud infames
histriones;
esos inmundos, trágicos,
atentos
al aplauso común, cuyas
entrañas
son infaustos y oscuros
monumentos.
¡Cuán callada que pasa las
montañas
el aura, respirando
mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por
las cañas!
¡Qué muda la virtud por el
prudente!
¡Qué redundante y llena de
ruido
por el vano, ambicioso y
aparente!
Quiero imitar al pueblo en el
vestido,
en las costumbres sólo a los
mejores,
sin presumir de roto y mal
ceñido.
No resplandezca el oro y los
colores
en nuestro traje, ni tampoco
sea
igual al de los dóricos
cantores.
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no note nadie que lo vea.
En el plebeyo barro mal
tostado
hubo ya quien bebió tan
ambicioso
como en el vaso múrrino
preciado;
y alguno tan ilustre y
generoso
que usó, como si fuera plata
neta,
del cristal transparente y
luminosos.
Sin la templanza, ¿viste tú
perfecta
alguna cosa? ¡Oh muere!, ven
callada,
como sueles venir en la
saeta;
no en la tonante máquina
preñada
de fuego y de rumor, que no
es mi puerta
de doblados metales
fabricada.
Así, Fabio, me muestra
descubierta
su esencia la verdad, y mi
albedrío
con ella se compone y se
concierta.
No te burles de ver cuánto
confío,
ni al arte de decir, vana y
pomposa,
el ardor atribuyas de este
brío.
¿Es, por ventura, menos
poderosa
que el vicio la virtud? ¿Es
menos fuerte?
No la arguyas de flaca y
temerosa.
La codicia en las manos de la
suerte
se arroja al mar, la ira a
las espadas,
y la ambición se ríe de la
muerte.
¿Y no serán siquiera tan
osadas
las opuestas acciones si las
miro
de más ilustres genios
ayudadas?
Ya, dulce amigo, huyo y me
retiro
de cuanto simple amé; rompí
los lazos.
Ven y verás al alto fin que
aspiro
antes que el tiempo muera en
nuestros brazos.
Andrés Fernández de Andrada
(1572-1648)
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